martes, 9 de agosto de 2011

Martes 9 de agosto de 1955, en "Diarios" (tenía 19 años)

¡Al diablo! Siento un libro dentro de mí. Un libro que me atraganta. Un libro que me obstruye la respiración. Y yo no permito que salga. ¡No! Pero ¿por qué?
El humo carcomido por la noche. El aire mudo de inexplicable sonrojo. La ceniza árida en su despojo vital.
Comencé a leer un estudio sobre Antonio Machado. Me aburre. Supongo que la forma ha de ser exquisita, pero como yo no entiendo nada de gramática, me resbala. Me sorprende la rima. Me sorprende y me disgusta. Tiene algo de mágico, algo de melodioso que no carece de atractivo. Pero después de Vallejo, todo lo demás es llanto casual.
Tengo reparos en seguir escribiendo este cuadernillo. El método que utilizo para escribirlo es éste: escribo sin pensar, todo lo que venga de "allá". Lo guardo. Al día siguiente, releo lo escrito y pienso. Supero los reparos. Si no fuera por estas líneas...


sous la nuit

con palabras de este mundo





Estoy 


 pensando


en


Pizarnik






jueves, 4 de agosto de 2011

uouououo uouououoo my love does it good ♫



"Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retamas. El aire está inmóvil. ¡Qué lejos los pájaros y las fuentes! Tiene que ser el fin del mundo, si avanzamos."  
                                                                                                                                          A. Rimbaud

Este libro es la razón por la que adoro a los caballos

lunes, 1 de agosto de 2011

Situación literaria tomada de J.P. Sartre (I)

Empujé la puerta y lo alcancé de un salto
-¡Eh, usted! -grité.
El hombre empezó a temblar
-Una gran amenaza pesa sobre la ciudad -le dije cortésmente al pasar.

jueves, 28 de julio de 2011

"haikuando"

Rodolfo nació para abrazar y ser abrazado



Noctámbulos y algún que otro no-noctámbulo:

De la luz sin el sol
oscuridad latiendo
ojos sin color

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La noche viene
conjunción de los cuerpos
la noche se va

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Rompe la luna;
al infinito quiebran
estrellas de sal

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El velo cayó
los ciegos palpan ahora
ojos de eternidad

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Domingo que cae;
hojas descoloridas
en tumbas sin flor.

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Cerrado cielo
anhelo de abrazos
con olor a vos

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Plantada yace
en la orilla del rio
otra orilla

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Andando y no
reafirmo cada paso
vuelvo a volver

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Anoche soñé
y con gravedad pido
"no te enlistes"

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Mis ojos no son
ojos, sino espejos
refractándote

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Una boca es
pero dos bocas son más
mordisquéandose

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Los secretos son
dos ojos que mirando
desnudan el ser

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Cero gravedad
para andar saltando
las nubes con vos

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Aletargados
dos corazones aman
en cama lunar

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Sin avioneta
Rodolfo y Antonia
querían volar

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Descubriéndonos
en el fondo, la noche
nos igualaba.

dans la bulle

Le temp de l'amour;



l'amour sans temp.








[En la burbuja:
El tiempo del amor; el amor sin tiempo]

jueves, 30 de junio de 2011

La fábrica, de Daniel Moyano

Llegué a este libro por pura casualidad, hace aproximadamente un año. A decir verdad, nada de "pura casualidad", más bien podría decir que fue un hecho cruel y premeditado, un acto nefasto y delesnable, el que posibilitó que me encontrarse aún hoy con estás páginas entres mis manos. Hace casi 365 días, vos agarraste una bolsa de residuo, más negra que la negrura misma, más negra que su corazón. Toda hecha jirones y pólvora quemada, fuiste metiendo a los sopetones, sorbiendo el llanto con rabia incontenida, cada una de las cosas que te hacían recordarlo a él. Una por una. Yo estaba ahí. Te vi intentando quebrar la memoria, intentando vaciarte (casi) por entero en un pedazo de plástico negro, y te vi anudarlo todo fuertemente, como si ese nudo pudiese contener toda una historia ahí dentro, evitar que los recuerdos se colasen por la boca de esa bolsa-receptáculo de memorias y volviesen para reclamar lugar junto al resto de tus cosas. Porque después de todo, ellos también eran tuyos. No voy a enumerar el contenido, no hace falta, y además tampoco lo recuerdo enteramente. A pesar de tanta determinación, dos libros y una revista fueron salvados de la muerte segura en esa horca de polietileno. "Estos los quiero leer. No le voy a dar el gusto al muy hijo de puta. Pero ahora no puedo...tomá, llevátelos vos, yo más adelante te los voy a pedir cuando sienta que sea el momento". No la revista, esa no la querías. La tengo todavía, con la caricatura de Cortázar en la tapa. Me resultaba extraño tener esos dos libros en mi repisa. Cada vez que buscaba algún otro y me topaba con ellos, no me animaba a leerlos...como si algo en mi creyese que yo también tenía que guardarles cierta distancia, al menos, hasta verte un poco mejor a vos. Un día, pleno verano, buscaba algo ligero para leer al sol. Y me topo, nuevamente, con uno de los dos libros: "La espera y otros cuentos", de Daniel Moyano. No vacilo este vez, lo tomo, y con una toalla colgando al hombro me voy al patio. Me busco el sector más mullidito y me tiro sobre la grava (palabra que adquirí a los 12, por leer tanto R.L. Stine). Daniel Moyano... no tenia ni la más remota idea de quién sería ese escritor, ni qué tipo de literatura hacía, pero empecé a leerlos nomás...ahora ya no sintiendo que debía guardarles distancia, sino más bien que debía leerlos y así justificar la larga estadía de los mismos en mi repisa. Profano, entonces, las páginas usadas. Empiezo a leer y me sorprendo. No sólo eran buenos los cuentos, sino que eran BUENISIMOS. Los voy leyendo espaciadamente, sin ganas realmente de terminar el libro que por casualidad llegó a mis manos. Hace poco me pediste el otro libro, el de Piglia. Me miraste, diciéndomelo como sin importancia, entrelazando la frase de forma adrede entre medio de oraciones completamente cotidianas como para que se me escapara tamaño detalle. Pero yo supe inmEdiatamente, por ciertas características de tus gestos, que ya había pasado todo. Y eso fue más lindo que los cuentos mismos, lo más lindo de todo. Hoy me fui de tu casa acordándome precisamente de ésto, y de que ya pasó casi un año...y me alegra verte hoy, amiga amiguísima, más alegre y lunática...caminando bajo la lluvia con nuevas esperanzas colgando del arco de tus orejas. Y yo te digo que, aunque le guste la saga de x-men, vale la pena porque te saca sonrisas, y si te saca sonrisas, vale cualquier mala película sobre la faz de esta tierra (incluso "Rápido y furioso XI"). Sí, Juli, te voy a dar la novela de Piglia en estos días, pero estos cuentos de Moyano creo que me los quedo yo por un tiempito más. =)






La palabra surgió de pronto en todas las bocas con un sentido mágico. Nadie había visto una fábrica en su vida, pero allí estaba la palabra para asegurar su existencia. La había traído un alemán. Según algunos, la había pronunciado en un bar, sin convicción alguna, mirando su vaso de cerveza, como si se le hubiese escapado de la boca. Era duro de lengua y en realidad no dijo fábrica sino fabrik, cuyo sonido era tenso como un vidrio. Nadie comprendió al comienzo el hechizo que acababa de producirse. Aquella noche los labradores siguieron bebiendo en silencio su vino cotidiano y se acostaron sin ningún presentimiento.
El alemán se marchó al día siguiente, pero volvió dos meses después para reparar el molino de los Morillo. En aquel pueblo no había mecánicos, pero el alemán venía a menudo en su Overland modelo 30 con la carrocería llena de caños, morsas, terrajas, llaves y repuestos para molinos. La palabra que él había pronunciado un par de meses antes se había convertido ahora en una especie de oración cotidiana. Todo el mundo hablaba de la fábrica y de sueldos increíbles, todo el mundo tenía la esperanza de poder ir allá algún día y ganar sumas fabulosas.
Cuando el alemán volvió y los labradores le preguntaron sobre la fábrica, respondió afirmativamente, pero sin convicción, como la primera vez, cuando anunció el prodigio. Dijo que era cierto y que efectivamente se ganaba mucho. Entonces nadie vaciló más.
Pero había varias leguas hasta la ciudad donde estaba la fábrica y el viaje era muy costoso. A pocos meses de la segunda entrada del alemán, uno solo, Ceballos, había logrado partir. Todos lo envidiaban y hablaban de sus defectos, pero tiempo después comenzaron a elogiar su decisión y a atribuirle poderes absolutos sobre las mujeres, las bebidas caras y los lugares prohibidos. Y nadie lo veía ya como había sido, con su sombrero de trapo, cuyas alas caían sobre su frente como el ruedo de un vestido; pero tampoco podían imaginarlo de otro modo porque un buen traje y un buen sombrero eran muy poco para el poder fabuloso que otorgaba el hecho de trabajar en la fábrica. De manera que Ceballos era un hombre invisible que existía sin embargo y que allá lejos dominaba el mundo a su antojo.
Nadie hablaba de la fuga que se preparaba, pero todos habían decidido partir secretamente, ganar la delantera por si fallaba algo. Temía cada uno para sí que la fábrica no pudiese albergar a tantos, de modo que casi nunca hablaban del asunto, y si lo hacían jamás mencionaban la posibilidad de partir. Pero, reunido el dinero para el pasaje, salían subrepticiamente. Bastaba tener el dinero para el viaje solamente, porque sin duda todo lo demás quedaba a cargo de la fábrica.
Una mañana, en el apeadero ferroviario, que estaba a poco menos de un kilómetro del pueblo, Alcántara esperaba impaciente la llegada del tren, Al fin partiría, como Ceballos, hacia la riqueza. El tren pasaría a las cinco de la mañana. Le quedaba casi media hora para regocijarse a sus anchas. ¡Cuántas cosas dirían de él al otro día! Sería un héroe. Ahora trabajaba en la fábrica. En eso vio moverse una sombra en el camino. Era Antúnez, que traía una valija bamboleando en la mano. Se sorprendieron al comienzo y se miraron con desconfianza, pero no tardaron en urdir una especie de complicidad. Después de todo el trabajo sobraría. Las fábricas eran grandes. En seguida, uno por uno, llegaron Pereyra, Gómez, Ramos, Buitrago, Camaño y Charaviglio. Entonces llegó el temor. Todos se sentían sustituidos, traicionados, y el desaliento los sobrecogía. Pero Buitrago, armado de valor, encomió la grandeza de la fábrica. Aquello era algo monumental. No había por qué tener miedo porque el trabajo no faltaría. Todos creyeron al pie de la letra, como suelen creer los aterrorizados. Buitrago, naturalmente, no tenía la menor idea sobre lo que podía ser una fábrica. Y aunque todos sabían que hablaba por hablar, que lo que decía no tenía ningún fundamento cierto, aceptaron a medias sus conceptos. Después que habló Buitrago llegaron todavía Rodríguez y Arguello, que alcanzaron a oír las últimas palabras del discurso. Los últimos fueron Santucho, Velárdez, Sandoval y Pacheco.
Cuando bajaron del tren empezaron a caminar como ebrios. Antúnez miraba hacia arriba como buscando la fábrica. Cerca de la estación, en una especie de playa, había un camión reluciente. Cuando pasaron por allí, mirando hacia los cuatro puntos, el conductor del camión, maravillosamente vestido, los llamó con un movimiento de la mano. Poco después estaban todos en la carrocería del vehículo viajando, por los últimos suburbios de la ciudad, hacia la fábrica. Santucho no quería explicarse, como otros, ese encuentro milagroso con el camión, que les permitía ahora estar viajando hacia la fábrica sin dudas ni búsquedas de ninguna naturaleza, y desechando toda explicación lógica pensaba que todo se debía al poder absoluto de la fábrica.
El camión había salido de la ciudad y se hallaba ahora en campo abierto. No se detuvo en la garita policial. El policía, viendo que se trataba del camión de la fábrica, hizo una venia respetuosa y lo dejó pasar; el conductor levantó apenas una mano del volante para saludarlo. "Claro, es la fábrica", pensaba Santucho e imaginaba que ella era como un ser humano con atributos tales como ternura, bondad, generosidad y paciencia.
Estaban en pleno campo y la fábrica no aparecía. El camino era de cemento, impecable, limpísimo, construido por la fábrica para su uso exclusivo. Alcántara, alto y flaco, estiraba el cuello de vez en cuando como para atisbarla. El camión comenzó a subir una cuesta. No le daba trabajo subir, pese a la cara que llevaba, y parecía deslizarse suavemente hacia abajo. Sin embargo subía. Cuando el camión llegó a la cúspide el deslumbramiento fue total. Allá estaba, imponente, eterna, poderosa, una mole de hierro y de cemento que turbó el ánimo de todos. Pacheco sintió que el corazón latía fuertemente y que tenía miedo. Siempre que había amado algo, también lo había temido.
El primer día no hicieron casi nada. Los llevaron por diversas dependencias, pincharon sus venas, desnudaron sus cuerpos (quizás no seamos totalmente hombres, pensaron algunos con temor), les preguntaron por sus padres y por sus abuelos, fotografiaron por dentro sus huesos y sus visceras, firmaron montones de papeles y finalmente conocieron el campamento donde dormirían desde esa noche.
Los días pesaban más dentro de la fábrica, pero la idea de las sumas fabulosas que cobrarían a fin de mes pesaba mucho más. Parecía una locura ganar tantos pesos por día, pero era cierto y así lo quería la fábrica. Un día Sandoval tuvo algunas dudas y quiso averiguar la verdad. Quería saber por qué ganaban tanto, hablar con alguien que pudiera explicarlo todo. Pero en la puerta de la oficina que le indicaron decía Do not slam the door, que él tradujo inmediatamente por "No se permiten preguntas", y se volvió explicándose a sí mismo lo que iba a preguntar, es decir, no explicándose nada, porque ahora se daba cuenta de que si hubiese entrado no habría sabido qué decir finalmente.
La leyenda de la puerta, pensaba Sandoval, coincidía con las respuestas que, según Pacheco, daba la muchacha de la entrada principal. Pacheco fue el único que vio la entrada principal de la fábrica. Todos habían entrado directamente por la planta de trabajo, de modo que no conocían todavía el frente del edificio, que sin duda sería imponente. Pacheco, durante el ir y venir del primer día, se desvió en un momento dado de los pasillos por donde los conducían y se encontró de pronto ante una inmensa fachada de aluminio. Vio muy poco, porque para ver todo hubiera necesitado alejarse unos cien metros, pero podía imaginar el resto. Cuando quiso entrar no encontró la puerta por donde había salido, caminó unos metros y se halló en una inmensa sala de vidrio salpicada de guardianes uniformados. Cuando uno de ellos le dijo que se retirara, él había alcanzado a ver y oír a una joven bellísima que sabía a la perfección cuanta pregunta se hiciera sobre la fábrica. Parecía una mujer edénica explicando a los que quisiesen las maravillas del mundo. Sus respuestas eran siempre breves y perfectas. Los que acudían a ella lo hacían generalmente para pedir algo, y ella respondía siempre con frases tales como "No damos tal cosa", o bien "Damos tal cosa". Al lado de la muchacha (y esto lo advirtió Pacheco mucho tiempo después de haberlo visto) había un joven exactamente igual a ella en belleza y donaire. Su aspecto general era el de un Adán perfecto, cinematográfico, y al verlos juntos había que pensar inmediatamente en un idilio. Sin embargo se detestaban. Escasamente hablaban entre ellos (salvo cuando se consultaban para poder brindar un servicio mejor) y sus miradas tenían rasgos fugaces de una ira velada y contenida. En realidad eran un solo ser perfecto, apenas separados por el sexo, suavemente lejano.
El día de pago se acercaba rápidamente y costaba acostumbrarse a la idea de cobrar tanto dinero a fin de mes. Parecía mentira, y Pacheco creía a ratos que, aunque fuese cierto, algún suceso imprevisto evitaría a último momento esa certeza. Por la noche sacaba cuentas y se decía que tanto dinero por mes significaba muchos pesos por día muchos pesos por hora, y hasta por minuto, y ahora estaba ganando dinero, en ese minuto, el dinero se acumulaba inexorablemente, sin término, y el solo hecho de existir significaba dinero. Y pensaba que los sábados por la tarde y los domingos no trabajaban, de manera que la fábrica les pagaba también el descanso. Ella había tomado sus existencias y les pagaba por todos los minutos de vida. Hasta la muerte estaba prevista en unas planillas, donde constaba que al morir ellos sus herederos cobrarían cierta cantidad de dinero.
La sección donde trabajaba Pacheco era una pieza de dos por tres, con muchos estantes y cajones llenos de tarjetas. Su tarea era mantener o guardar el orden, pero se trataba de un puro principio, porque todos sus jefes sabían que allí no podía haber orden y que no lo había habido nunca, salvo el primer día, cuando se abrió la fábrica. Era una especie de oficina de desperdicios administrativos, con numeraciones más bien falsas y documentos fingidos. El orden era simplemente visual. Aunque los cajones fuesen iguales, adentro, entre las tarjetas, figuraba el principio de un caos. Se sabía que era imposible evitarlo por la propia naturaleza de los documentos que allí había, pero él debía tratar de hacerlo, quizás por respeto a alguna ley íntima de la fábrica. Si después de largos esfuerzos lograba restablecer parcialmente el orden al cual se aspiraba, un papelito más que llegara destruiría todo lo hecho. Y eso no significaba en modo alguno que él fuese inútil, como lo había pensado muchas veces, y que tuviesen que echarlo, porque justamente para ese juego imposible lo había empleado la fábrica. Quizás él tuviese que ser, en todo caso, una simple presencia del orden. Lo trasladaron a esa sección desde que los capataces advirtieron que era un poco atolondrado y que una grúa le había rozado la cabeza. El último día del mes estaba próximo, el dinero estaba muy cerca de ellos, pero ellos eran otros. En tan poco tiempo la fábrica los había transformado. Pacheco advirtió el cambio. Sentía que soñaba menos y que hablaba de otro modo. Atribuyó el cambio al hecho de haberse desnudado el primer día. Por eso se había convertido en un hombre de la fábrica. Pero la certeza de ser otro la tuvo cuando recibió la carta de su mujer. Durante los primeros días Laura seguía siendo para él ese cuerpo cálido que con su desnudez lo protegía de la lúbrica y que lo esperaba allá lejos para cuando terminaran los días nuevos con sus infinitas imposiciones, pero ahora había perdido la percepción de aquella intimidad clara y transparente. La carta y las cosas que en ella decía su mujer eran cosas anteriores al conocimiento de la fábrica, y parecían superfluas.
El día anterior al pago fue deprimente. Todos andaban silenciosos, como secretamente cómplices de algún acto reprochable. Pacheco, desde su piecita, podía observarlos detenidamente mientras iban y venían por la planta, y los veía como mutilados. A Santucho, por ejemplo, le faltaba una pierna; a Charaviglio, un brazo; a Antúnez, los dientes; a Pereyra, una oreja. Hasta Arguello, que todos los días se asomaba para decirle así que a fin de mes va a haber plata, con una reiteración obsesiva, pasó ese día sin decir nada, y solo atinó a guiñar un ojo. Y no era que hubiesen variado las cosas, que hubiera algo que temer: la fábrica era siempre la misma y cumpliría con su promesa de pagarles, seguía siendo esa entidad poderosa que habían presentido cuando el alemán pronunció la palabra. Pero era terriblemente sorda, inconmovible, y jamás hubiera podido equivocarse, o ser una simplificación o la medida de sus necesidades. Ella superaba sus sueños y sus cálculos, incluso sus facultades receptivas. Era desmesuradamente cierta cuando ellos hubieran preferido que no fuera tan poderosa, que tuviera algún instante de debilidad.
De manera que era cierto, y al día siguiente cobrarían, tendrían en sus manos una cantidad de dinero que de otra manera hubieran tardado años en reunir. Esa noche, agitados en sus catres, no podían dormir. Iban a ser poderosos, iban a poder hacer muchas cosas vedadas, ni siquiera presentidas. Velárdez juraba que compraría por lo menos cien velas para San Cayetano, que encendería simultáneamente junto a un gran cuadro que haría hacer del santo. Gómez temblaba pensando que todos le robarían, los muy malditos le robarían el dinero que él había ganado en la fábrica. Ramos tendría todas las mujeres que hubiera, se acostaría con dos juntas cada noche, para eso pagaba. Pacheco sentía que en realidad no necesitaba ese dinero. Laura se lo había dicho unas horas antes de partir: "Vamos a tener que estar separados, por un poco más de plata". Pero era absurdo oír esa frase después de haber estado en la fábrica. Eran palabras tontas, infantiles como las de la carta. Nunca hubiera imaginado que Laura fuese tan tonta.
A las diez de la mañana Alcántara asomó la cabeza por la ventana de la pieza donde trabajaba Pacheco. "¿Cobraste?", preguntó. Cerró con llave y se fue a cobrar. Le dieron el sobre y firmó una planilla. Eso era todo. El dinero estaba allí, en sus manos. Después lo contaría.
Esa tarde, en el campamento, decidieron ir a la ciudad. Mientras se vestía, Pacheco pensaba en el instante en que bajaron del tren. La ciudad era ya la fábrica, el deslumbramiento, el orden, la riqueza, pero él extendía los ojos y no la veía por ninguna parte. Quizás fueran puras invenciones del alemán y de todos ellos; quizás fuese solamente la palabra. Sin embargo habían cobrado y ahora tenía el dinero en el bolsillo: dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil...
Un camión de la fábrica los llevó hasta la entrada da de la ciudad y volvió inmediatamente. Todavía era de día y había algunos negocios abiertos. Charaviglio compró un traje nuevo y tiró el otro en un baldío. Velárdez compró zapatos y guantes, pero conservó los zapatos viejos, que llevaba bajo el brazo atados con un hilo. Y casi todos ellos, por un capricho unánime, compraron sombreros de paja que correspondían a una moda en desuso pero que un turco previsor guardaba en polvorientos cajones. En todas partes les preguntaban si eran de la fábrica. Antúnez respondía con severidad, de acuerdo con el respeto con que formulaban la pregunta. Alguien a quien conocieron en un bar céntrico prometió) llevarlos adonde había mujeres, les habló de baños turcos y de casas de juego. El hombre parecía conocer maravillosamente bien todos los lugares, donde uno podía entregarse a algo distinto, donde podía gastarse largamente y olvidar el zumbido de la fábrica. La idea los entusiasmó un rato, pero prefirieron seguir por su cuenta, descubrir ellos mismos esos lugares codiciados. De modo que lo incorporaron al grupo para utilizarlo a su debido tiempo. El hombre, flaco pero robusto, siempre risueño y servicial, bebía alegremente. Todo lo hacía complacido y aclaraba a cada rato que él no tenía dinero. "Ya van a ver cuando estemos en La Gruta, con pocas luces y muchas mujeres", decía, pero los otros entraban a cuanto tugurio encontraban, los más feos y sucios, y lo obligaban a participar de sus alegrías pueriles, de sus pequeños placeres, de sus chistes tontos e inocentes. El hombre se desesperaba a ratos y les decía que estaban desperdiciando la plata, perdiendo cosas mejores y gastando el tiempo en bolichitos de mala muerte. En eso Arguello lo llamó "señor mago" y todos ellos festejaron la ocurrencia con risotadas.
Hacia las dos de la mañana llegaron a un bar suburbano, grande y sucio, ubicado cerca de una estación de ferrocarril. El mago se desesperaba. ¡Cuánto mejor hubiera sido estar en La Gruta, entre mujeres cimbreantes! El tocadiscos automático tocaba un tango, y un japonés dormitaba con la cabeza apoyada en el mostrador. Dejaron los sombreros sobre una mesa grande y juntando tres o cuatro de ellas se sentaron alrededor. Por indicación del mago pidieron cerveza, que "neutralizaba los efectos del vino". Pacheco bebía y se deleitaba oyendo el ruido de la máquina de preparar café. Era un ruido reposado, como si la máquina, ya dormida, respirara suavemente. La oía a través de las voces de sus compañeros y de los tangos melosos que cantaba Charaviglio. El mago hacía gestos de disgusto y engullía grandes cantidades de papas fritas. Habían llegado a la saciedad, pero permanecían allí como para ver qué había más allá. Tenía que haber algo mejor sin duda alguna.
Pacheco apoyó la cabeza contra la mesa. Hacía un buen rato que sentía los efectos del alcohol. Con todo lo bebido, apenas había gastado cien pesos. ¡Y cuánto dinero le quedaba todavía! Cerró los ojos y vio que más allá de la saciedad habían matado al japonés. Tenía dos venas al aire. Por una brotaba sangre y por la otra el mago le echaba vino con una botella. Velárdez caminaba por el techo y Antúnez orinaba una por una las botellas de los estantes. Alguien había amontonado todas las mesas en el centro del salón y con ellas y los sombreros encendían una gran fogata. Entonces venían mujeres desnudas para apagar el incendio, pero en vez de arrojar al fuego el agua de los cántaros danzaban con ellos, mientras un italiano, sentado sobre la máquina del café, tocaba una guitarra larga hasta el suelo.
Alzó la cabeza y miró. Casi todos sus compañeros dormitaban, borrachos, inclinados sobre las mesas. Se levantó. El aire fresco lo reanimó y empezó a caminar despacio. Cuando se acordó había salido de la ciudad. Unas malezas duras le rozaban los tobillos. Caminó mucho en la oscuridad hasta que vio brillar la luna. Al rato oyó el rumor lejano de la fábrica, a la izquierda. Avanzó entonces en dirección contraria, para no oír, pero el rumor, aunque debilitándose, persistía.
Estaba en medio del campo, rodeado de horizontes, con el dinero en el bolsillo. Metió la mano para contarlo otra vez: mil, dos mil, tres mil, cuatro mil... El rumor de la fábrica se había perdido, pero le quedaba el recuerdo en los oídos. Se sorprendió queriendo contar otra vez el dinero. Se acordó de pronto de una historia leída en una revista de historietas. Se llamaba "El ahorcado". Era la narración de un hombre que perdía mil pesos ajenos y se ahorcaba. Lo rodeaban hombres jóvenes y alegres que bailaban debajo de un árbol, entre una lluvia de billetes. El ahorcado y el dinero y el árbol también bailaban. Dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil...
Se detuvo. Había andado mucho y tendría que caminar rápido para llegar antes de que sonara el pito de la fábrica. No sabía qué hora era, pero el pito comenzaba a sonar cuando el cielo estaba como ahora.
El cielo estaba muy claro cuando llegó al bar. Un instante antes de entrar vio a Charaviglio cantando dentro del tocadiscos, sin cabeza. Todos estaban ahorcados. El japonés y el mago y las sillas y las mujeres desnudas y las baldosas y las mesas bailaban. Una lluvia de billetes rosados y azules caía desde el techo. En un ataúd enorme, en medio del salón, yacía Laura. Todos sus compañeros, a manera de homenaje, habían depositado sobre el cajón sus sombreros de paja. Cuando entró por fin, Argüello, desde lo profundo de su cara tostada, guiñó un ojo. Era el único despierto. Los demás dormían sobre las mesas. Algunos tenían los sombreros puestos. Charaviglio roncaba con la boca abierta. El japonés barría el piso. Entonces Pacheco comenzó a despertarlos sacudiéndolos en sus sillas y señalando la hora en el reloj de la pared. Eran las seis menos cuarto y sin duda ya no tendrían tiempo para llegar a la fábrica. Sin duda los' despedirían a todos por llegar tarde. No querían despertar, pero cuando alcanzaban a ver la hora saltaban de sus sillas como resortes. La idea de llegar tarde los sobrecogía.
Salieron a la calle y oyeron un rumor suave y rítmico entre la oscuridad indecisa, como un gran animal que respiraba en su cueva. Se acercaron. Era un camión de la fábrica, que los esperaba. Cuando subieron todos, sin asombro, el conductor encendió los faros y apretó el acelerador.

domingo, 12 de junio de 2011

fiebre y telgopor

Hoy es un día de telgopor.
Abrazame fuertemente y explotaré en miles y miles
de partículas blancas símil pop-corn
a 250 km/s,
con trayectoria definida
hacia el cielo de mi habitación.
Quizás algún día
aprenda a escribir poesía.
Dudo.

Yo no le temo a los pájaros; a veces soy uno de ellos

sábado, 4 de junio de 2011

Charla telefónica

Sos una exagerada. Te encuentro en el reflejo del horno eléctrico de la cocina y te lo digo. Puedo ver como sostenés el tubo telefónico y entrecerrás los ojos, al mismo tiempo que le hacés morisquetas a esa vos que te saluda desde el vidrio del horno. Te encanta llevar a cabo ese tipo de gestitos de chiquilla, te sentís más aunténtica. Siempre con eso de que todavía sos “una nena”, a pesar de que el DNI se esfuerce en demostrar lo contrario. Ciertas muecas al reirte y alguna que otra manera al llamar a las remiserías, me demuestran que no estás tan errada después de todo. Decíme, ¿por qué no querés crecer?. Vuelvo a los momentos en que intentás componer una pose de adulta responsable, cumplidora con sus obligaciones de ciudadana mayor, y sé que te matás de risa por dentro porque te encantaría estar pisando hojas secas y narrando cuentos en voz alta ante algún público de niñitos. Qué caso serio. Y además estás bastante chiflada. Te lo digo también. Esta vez me dirigís un ademán incomprensible con la mano izquierda, al tiempo que seguís hablándole a quien sabe quien al otro lado de la línea. ¿Vos viste las paredes de tu cuarto? No digo que sean indicio de alguna patología mental…pero me intriga saber qué te llevo a confeccionar tal diseño estrafalario. Estoy segura de que si te hubieran dado el visto bueno y una brocha, hubieses llenado el lugar de pequeñas huellas misteriosas, pintarrajeando aquí y allá.
Me impaciento por tu desdén. Me voy. Hace muchísimo calor, cruzo la calle en dirección al almacén del lugar mientras la sangre va hirviendo en baño María. Es estúpido, pero siempre me pregunté de qué María es ese supuesto baño…de tratarse de la bíblica: ¿por qué no existe entonces un “baño Jesús“? ¿Acaso Jesús no se bañaba? Y si resultase que no…qué caso tiene que Poncio se lavase las manos...digo…suciedad con suciedad, ¿no se anulan? Buen día. Buen día. Dos pesos de gomitas, sí, las de colores. Le pago a la señora y me maldigo por esta desgraciada costumbre de meterme dulces innecesarios a cualquier hora. Emprendo una caminata con rumbo incierto, masticando como condenada, pero tu cara aparece, y me lleva de vuelta a la escena de la cocina. ¿Con quién hablás? Con vos. No seas impertinente. No seas tonta. Es inútil intentar decir algo más, tus dedos se hallan enfrascados en la automática tarea de “enrular”  el cable del teléfono y tus ojos se han perdido, otra vez, en el espejo del horno. Escucho que hablás: tenemos que retomar piano, tenemos que conseguir esas botas que habías visto, escribir más, volver a sacar fotos, sacarnos más fotos con él, reencontrarnos…
Esta vez me está mirando directamente a las pupilas, a través del reflejo. Le digo que está en lo cierto, que no tienen razón de ser estos mundos escindidos, y corto el teléfono del otro lado de la línea. Me arreglo el flequillo en el reflejo del horno, mientras advierto que, otra vez, he enrulado demasiado el cable telefónico.


hola.hola

domingo, 29 de mayo de 2011

domingo

Llorar escuchando poesías narranadas con la voz del locutor de radio "blue",
y reflexiones en forma de cuento sobre el amor de jorge bucay...
eso es patético,
pero también es domingo.
Supongo que si no acudí a eminencias es porque me hubiese visto completamente destrozada ante alguna lúcida frase de cualquiera de los que admiro.
Al menos así puedo reirme de estar escuchando las cosas que mi madre enviaría a través de una cadena de mail, y llorar al mismo tiempo.
Eso también es domingo.
No entender muchas cosas,
no saber como reaccionar ante ellas
sentirme impotente al infinito punto-negro
Tener ganas de que venga mi mamá desde las sierras
sólo para que me abrace interminablemente,
Eso es domingo.
Volver a poner el mismo poema de Borges
bancarme la misma voz deprimente
y volver a llorar.
Necesitar una caricia, una sola
sentirme vulnerable en mi propia casa
Eso es de domingo.
La bruma plateada que me regalaste
no se disipó todavía
cuelga de un extremo del techo
no quiere envolverme, me saca la lengua.
Agarrarme la panza y mirar por la ventanaNecesitar escuchar una voz
una explicación
Me pongo la punta del pelo mojado en la boca
y la succiono
como hacés vos.
¿Lo harías si estuvieras ahora acá?
O el silencio no te permite siquiera abrir la boca
para succionarme un mechón de cabello.
Me siento con ganas de gritar,
pero estoy
dentro de un gigante radio en mute.
Eso también es domingo.
Rodolfo me está mirando
quiere que lo abrace
me lo regalaste para que no me sintiera nunca sola
pero yo necesito un abrazo real
y por más que lo estruje con todas mis fuerzas,
el muñeco sigue siendo un muñeco
sigue siendo de tela y corazón
Me mira y sé que necesita una Rodolfa
como él sabe a quien necesito tanto.
Tengo resfrío
tengo tos
y por suerte la voy a ver a mi abuela en un par de horas.
Con una mirada ella sabe leerme
como aquel agosto
intenta calmarme, pero le salió una nieta demasiado flojita.
Estoy de cara a cada una de las imágenes de mi cuarto
pero ellas tampoco tiene respuesta para mi
como tampoco las tiene el domingo.
Una voz me viene a susurrar desde el nublado
cuando abro el vidrio
con tranquilidad me informa
que mi antena se descompuso
que hay que arreglarla
¡Pero yo no tengo todas las herramientas!
Se precisan también las tuyas
¡Después de todo, la antena es de los dos!
Estoy en el barco y te estoy esperando
para que me ayudes a salir viva
o te hundas conmigo
te llamo con todas mis fuerzas
me ayudan el dr ming, silvio soldán
jorge hané, irma, el delfín y la tigresa 
maria marta serralima, coronel, osvaldo laport
juan peruggia y esteban prol
el loco del subte y oscar nevares sosa
los integrantes del circo foc
la sociedad de vendedores de chocolates hamler
la comunidad del cc llajta entera
Pero tu transistor sigue transmitiendo en silencio
y preferís no escuchar mi señal

y esto también es domingo.


jueves, 19 de mayo de 2011

jueves

Tengo que leer tres textos
para hacer un trabajo:
las ganas las tengo en cero.
Tengo siete libros empezados
y cuatro que esperan
que mis dedos rocen 
la virginidad de sus páginas.
Tengo ocho verdes
infinitos amarillos
tengo una tecla de enter que
espera por arreglarse
Tengo hojas en el suelo
y colchones en el pasto
Tengo otoño en mis pulmones
primavera en mis pupilas
Tengo aire
                                                      tengo invierno en tus cobijas
Tengo sueño
tengo sueños
y un Rodolfo
Tres abuelos coquetos
Un gato chino de la suerte
ningún supermercado chino en el barrio
Tengo dos pantuflas gigantes
que se están por deshacer
17 peliculas que nunca veré
y 8741 que ni siquiera conoceré
Tengo tres direcciones que buscar
calles que pisar
milcientocincuentaiun cosas que hacer
Tengo ganas
Tengo angustias
por los mundos que nunca veré
las canciones que no oiré
y los libros que aun no se han escrito
Tengo oleajes
marejadas en mi habitación
Tengo alas fluorescentes
y  34 pestañas que me cuentan
el estado emocional de la gente
Tengo vientos
tengo llaves
algodones
y nueve gorros 
para proteger la cabeza
de nueve agustinas.
Tengo un flequillo de rayos láser
para detectar buenas personas
y zapatitos mágicos
que me cruza en su camino
Tengo tres hermanos
y varios amigos
Uñas de colores
y partituras de piano
tengo un giratiempo
un ornitorrinco
mi piedra filosofal
mi balsa y mi parapente
también mi ancla 
mi guerra y mi paz
mi amor de cuatro estaciones
y una pequeña antena que me repite
las 25 horas del día:
que uno más uno, puede ser uno.









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Buscar uno de tus libros predilectos de la infancia y no encontrarlo. Eso es triste.
Estuve media hora revolviendo y no hallé "Cuentos Ridículos", de Ricardo Mariño. Toda la colección a la que el libro pertenece, estaba en mi repisa, pero justo ESE no.
Por suerte me acordé que había pasado algunos de mis libros de chica a la biblioteca...¡y ahí estaba! Solitario, polvoriento...el único desterrado de la colección (probablemente por los otros textos, celosos de saberlo favorito), esperando que lo volviese a buscar (seguro de que en algún momento de mi vida lo haría) y le devolviese su lugar junto a los otros. ¡Qué contenta me puse ya con sólo ver el dibujo de "Cinthia Scotch y la mandarina ridícula" en la tapa!
Hoy a la noche me pongo a leer "Los más famosos inventores de inventos ridículos" y alguno más, y estoy hecha.
"Las pequeñas felicidades de la vida", eslogan publicitario del que hago uso en en día de la fecha, pertenciente a alguna publicidad de café, tarjeta de crédito, o laxantes, quien sabe.
Yo estoy feliz.
(Y me tiene sin cuidado el estado anímico de J. R. Riquelme)




(Sí, la colección se llama "Pan flauta")


domingo, 3 de abril de 2011

A falta de lamparitas de colores...la soledad del hombre postmoderno (?)

Buscando los famosos foquitos coloridos del barrio de La Boca, encontré algo completamente lejano (tanto en tópico como en ubicación geográfica) que me gustó.
Una nunca se acuerda de todo lo que su cabeza ha hilvanado; menos que menos cuando se trata de algo con dos años, cinco meses y tres días de antiguedad. Sí, acabo de hacer uso del famoso "puntoycoma" (ese que lograba hacer sonar a los participantes de un juego que no hubiesen podido esconder sus pequeñas anatomías, una vez pronunciadas las fatales palabras). El viernes, un profesor bastante parecido a un George Lucas tercermundista, intentó explicar el correcto empleo de dicho signo de puntuación a un grupo de acalorados jóvenes. ¿Aprendí? No, ¡si yo ya lo sabía!

Dejando de lado las canchereadas gramaticales, 
hace un rato sentí la emoción que sólo obtiene aquel que descubre
creaciones olvidadas 
debido al paso del tiempo
o, en mi caso,
debido a la obsolescencia de cierta red social,
-condenada prácticamente a la muerte virtual-
cuyos restos han quedado dignamente sepultados
en las arenas del gran Abasto
(junto con algunos pantalones flúocolor y extensionables cabelleras).

¿De qué se trata el descubrimiento?
Una especie de pequeñísima reflexión cuya temática ya expresaba E.A. Poe en "El Hombre de la multitud" ,  (http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/hombre.htm). Reflexión que me tomé el trabajo de corregir y reformular (porque una crece y las perspectivas cambian, ¿vio?). Tal vez, quien sabe, de aquí a unos dos años, cinco meses y tres días más, me halle, nuevamente, en esta misma tarea, reformulando lo reformulado. Me gusta pensar eso. Me estoy hablando a mi, Albertinaerea futurista... y andá ahí a preguntarle a Valeria Mazza cual es la última moda, Primavera 2013, Hot.

Sin más preámbulos, la imágen y su respectiva reflexión:




En definitiva, siempre son nuestras vidas 
las que se yuxtaponen, 
se tocan sin rozarse
te miran sin-mirarte.
Caminan con la mirada perdida 
y los ojos en la nada
sin timonel, ni rumbo, ni brújula,
esos que han de llamarse
"human race".
Nadie se detiene a esperar,
porque lo primero es el tiempo,
y el tiempo es llegar primero.
Siempre un paso más adelante 
que vos,
lo primero.
Lo segundo,
¿saben hacia dónde corren,
esos que corren por correr?
Me gustaría seguirlos, 
sólo por pura curiosidad
sólo para que algo me aclare
a dónde se dirigen con tanto apuro.
¿Quizás me estoy perdiendo de algo?
¡pero sí la olla de monedas al final de mi arcoiris
ya la encontré!
Entonces...
alguna verdad iluminadora
en el fondo de quien sabe qué camino, quizás;
la piedra filosofal;
el santo grial;
las manos de Perón;
el libro de la vida de Cris Morena...
¿Qué es lo que no estoy viendo?
Porque correr, no corro.
O es que no entiendo a muchas personas,
o es que no me entienden a mi.
Lo tercero,
¿sabés algo de mi? ¿qué se yo de vos?
y aun así, seguimos yuxtaponiéndonos
como figurines traslúcidos
como hojas de calcar que se quiebran
al contacto del lápiz.
No nos sentimos
ni nos reconocemos
porque estamos sin-estar.
Mi brazo roza tu codo,
en cualquier subterráneo
en el asiento del tren
en la fila del supermercado
en la calle y en el colectivo.
Somos el Hombre en la multitud.
Mi brazo roza tu codo,
pero vos no me mirás a la cara.

lunes, 21 de marzo de 2011

La eñe brilla por su ausencia

otono_feliz 

un halo de vos
se hace mi luz.
Melodías de sueño,
     por los días del sol.


  Reconozco que la imágen es invernal
presagio de sublime primavera 
y mejor verano.
Moretones por aventurera, 
los guardo en mis bolsillos.
Así como a los besos 
de agua 
helada
que calan
hondo
Mientras un remo,
adelante,
me salpica las verdades más dulces
y un par de frascos
adquiridos aguardan
su tiempo
para atesorar
recuerdos
y abrazos de
camas aesrostáticas:
El amor en los tiempos del vuelo.














Siempre
buscamos
el
corazón.

lunes, 7 de febrero de 2011





3
2
1





                                                                               

                                       Probando.


                                                                                                                 Llueve.

    Para justificar la lluvia:
                                                                                     experimento.

Me gusta la lluvia.
                              
                                    Basta de mujeres quejonas por lo que la lluvia le hace a sus cabellos.


Basta.
  
                                                   No se dan cuenta de que con sus quejas...le dan de comer a Marcela Kloosterboer.
                                                                                                                   


                   (no es que tenga algo contra ella y su pelazo, pero..)




                                              Basta de darle de comer a Marcela Kloosterboer.


        LLueve.


                                                                  Nos iremos pronto.



Te extrañaré .